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La Mutante Vol. V – SALAS DE ESPERA

Una generación que tiene la espera como identidad. Una identidad armada sobre la frustración de las promesas no cumplidas, de los horizontes inexistentes, de un futuro que solo nos queda imaginar. Y eso hemos hecho aquí, imaginarnos, contarnos, cuidarnos en la sala de la eterna pausa del hablar por hablar.

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DOS POEMAS

Héctor González Dorta

LÍNEAS IMAGINARIAS

Vivimos en un mundo lleno de fronteras,

bordes que tratan delimitar la cultura,

cultura que no conoce límites.

Paradoja del sistema que nos alimenta.

Paradoja del sistema que nos divide.

Vivimos en un mundo globalizado,

comunicado y conectado,

pero lleno de fronteras.

Porque para que haya ricos

debe haber pobres.

Porque para que haya un país

debe haber una frontera.

Fronteras terrestres aéreas y marítimas.

Fronteras invisibles, inexistentes e imaginarias.

Líneas que perfilan el paisaje para decirte:

“Hasta aquí llegaste, ahora te toca pagarme a mí”

Líneas innecesarias que dividen,

división que genera diferencias,

diferencias que provocan odio,

odio que alimenta los egos,

egos que producen dinero,

dinero que genera división.

Un círculo vicioso que llena los bolsillos

y vacía el espíritu.

Vivimos en un mundo lleno de fronteras,

fronteras humanas que son inventadas

y que nos dejan la mente envenenada.

Fronteras que entienden de colores

y que tratan de robarnos los sabores.

Fronteras que desgarran la piel

y que dejan rotos los corazones.

Vivimos en un mundo lleno de fronteras,

pero también de personas buenas.

¿Qué pasaría si un día parásemos?

Dejásemos de ser parte de la rueda,

y cruzáramos esas fronteras unidos.

Conscientes de que la única frontera

es nuestra pequeña utopía en el horizonte.

A la que nos podemos acercar,

pero jamás podremos alcanzar.

Vivimos en un mundo lleno de fronteras,

pero que estas no nos hagan de barrera.

UNA MACETA LLENA DE FLORES

Hay semillas que son como ideas,

o ideas que son como semillas.

Hay personas que son como un mundo

y hay mundos que son como macetas.

Mundos y discursos que llegan

en momentos precisos e indecisos.

O quizás, simplemente aparecen

y allí, sin saberlo, permanecen.

Una semilla que echa raíces,

raíces que son como axones.

Seguimos con nuestras ilusiones

y va creciendo y absorbiendo.

Una mañana cualquiera

cuando uno no lo espera.

Una semilla florece.

Una idea despierta.

Un mundo crece.

Una maceta llena de flores.

BITCOIN

Aarón Moreno Inglés

Si has paseado por Madrid últimamente es probable que te hayas topado con alguno de los 800 carteles publicitarios que nos dan la bienvenida al Bitcoin. Tras la reciente compra masiva de BTC por parte de Tesla, tal y como se anunció a principios de febrero, muchas plataformas de intercambio de criptomoneda se han subido al carro y están intentando captar nuevos inversores que, por pequeños que sean, contribuyen a un aumento de sus beneficios a corto plazo. Como es lógico, su “democratización” nos lleva a preguntarnos sobre la naturaleza y las perspectivas de futuro de este dinero virtual, y la discusión no solo pasa por decidir si el Bitcoin es realmente una moneda o un activo. Con su adopción a gran escala cabe la posibilidad de que estemos presenciando uno de los mayores esquemas Ponzi de la historia.

Tal y como lo define El Economista, un esquema Ponzi vendría a ser “una operación fraudulenta de inversión que implica el pago de intereses a los inversores de su propio dinero invertido o del dinero de nuevos inversores”. En esencia, las ganancias obtenidas por la gente que invierte primero se crean a través del dinero invertido por los inversores posteriores, embaucados por las promesas de conseguir un gran beneficio. De este modo, el sistema se sostiene “solamente si crece la cantidad de nuevas víctimas”. Su funcionamiento nos recuerda al de una estafa piramidal, solo que en este caso los participantes no disfrutan directamente del dinero de los inversores más recientes. Es la propia “confianza colectiva” lo que marcará las ganancias, como en cualquier producto especulativo. De este modo, la similitud de la definición de los esquemas Ponzi con el camino seguido por el Bitcoin desde 2008 es preocupante.

Independientemente de la enorme fluctuación del Bitcoin en los últimos años, sus promotores más asiduos lo presentan como una revolución en la forma de entender el pago digital. Bitcoin se apoya en el sistema Blockchain, que registra las transacciones de manera pública, transparente, y descentralizada, lo que permite evitar cualquier tipo de mecanismo regulador por parte de un banco central o instituciones estatales. Por supuesto, hay factores positivos muy evidentes en mantener un registro común a través de nodos descentralizados como, por ejemplo, la dificultad que esto crea a la hora de intentar hackear o realizar alguna transacción de manera fraudulenta. Todos sus participantes pueden acceder a una copia idéntica e irremplazable del histórico de transacciones, así que sería bien sencillo detectar posibles fallos y ataques. Además, el Bitcoin escaparía a cualquier política monetaria impulsada por los organismos de turno, dando así una aparente independencia a sus usuarios.

Sin embargo, por mucho futuro que se le augure a la tecnología Blockchain, hay elementos muy problemáticos en el Bitcoin relacionados con su uso. La falta de regulación en un mercado relativamente moderno hace que las estafas continúen extendiéndose, sobre todo, por la falta de conocimiento de los nuevos inversores. Los estafadores regalan una ínfima cantidad de Bitcoin a los usuarios a su llegada, convenciéndoles de que el retorno de la inversión será mayor cuanto más BTC adquieran, llegando en muchos casos a perder grandes cantidades de dinero en muy poco tiempo. Es curioso, de esta forma, observar los paralelismos que existen entre el aumento de las estafas Bitcoin y la proliferación de otras risky ventures que se nutren del dinero de la gente de a pie. ¿Cuántas casas de apuestas habremos visto abrir durante estos últimos años?

Más allá de las estafas, las pocas previsiones de adopción de esta tecnología a nivel estatal hacen que las grandes pretensiones del Bitcoin caigan en picado. Ningún gobierno tiene, por el momento, planes de usarlo de forma funcional. En todo caso, crearían (y están creando) sus propias criptomonedas con usos bien distintos: Un sonado caso es Petro, el token venezolano. Sin embargo, el uso del Bitcoin se ha limitado, salvo recientes excepciones, a efectuar transacciones fuera del marco de la legalidad. Existen multitud de casos de estudio explicando su efectividad para blanquear dinero, evadir capitales, o incluso transferir dinero a narcotraficantes. 

¿Podría el Bitcoin, con mayor regulación en el marco jurídico, convertirse en una forma de dinero fiable? ¿Se trata de un activo especulativo como otro cualquiera? ¿O estamos ante un esquema Ponzi que sigue creciendo? El debate está abierto y continuará en multitud de frentes. En cualquier caso, es recomendable cuestionar las herramientas y tecnologías que “nos caen del cielo” y no aventurarse en proyectos de los que, en muchos casos, no tenemos suficiente información.

Don Donato

Víctor Núñez Díaz

Ahora, en cambio, divago en torno a todos esos ancianos que habrán perdido el ritmo del mundo, y que esperan, como Don Donato, mansos y dóciles, que venga a su encuentro la fuerza corrosiva de la desmemoria que a todos alcanza, para no ser más que algún recuerdo lejano y precario en manos de alguien como yo.

Según parece, los científicos sostienen que la facultad de la memoria responde a una reconstrucción a posteriori de nuestras vivencias, en la que cualquier semejanza con la experiencia efectivamente vivida es poco más que fortuita. A rumiar este pensamiento extemporáneo me empleaba, mientras completaba el anodino y reglamentario recorrido bipolar que nos vemos obligados a hacer periódicamente los hijos de padres divorciados. Me figuro que había olvidado los auriculares, y sin poder escuchar la música o la radio no me quedó otra que escrutar el propio entendimiento, ese bagaje intelectivo siempre a mano con el que venimos de fábrica. Al poco de haber franqueado el paso fronterizo de mi barrio, triste crisol de modestas residencias para obreros, la mirada errática se me posa en una figura encorvada, somera, esquemática. Es Don Donato; pasea a su escueto perrillo en el pequeño jardín que acolcha la rotonda junto a mi casa. Me han dicho que el pobre tiene alzheimer, me traslada mi madre, cuando le cuento que he visto al venerable y senecto profesor de primaria ya jubilado, aquel que con sus métodos rudimentarios y ortodoxos avivó la lumbre de mi curiosidad infantil. Uno nunca sabe si fiarse de los mentideros de la comunidad de vecinos, pero el caso es que los rumores resultan verosímiles.

Sea como sea, yo le veo ahí, impertérrito, mirando a ninguna parte, y con ese gesto como de sonrisa perenne que se queda cristalizado en las caras de algunas personas mayores — a mi abuela también le pasa. Me viene entonces a la cabeza una sentencia que una chica joven aspirante a poeta pronunció en un recital de algún antro de Madrid, por lo demás poco brillante: “Lo que separa a la nostalgia del recuerdo es sólo una cuestión de grado”. Acaso tenga razón, pero me da por pensar que Don Donato, ajeno a la cacofonía que el tratamiento deferencial junto a su nombre suscita, ahí parado, impertérrito y con la mirada perdida y su sonrisa perenne, bien quisiera para él, sencillamente, poder experimentar la nostalgia. Tiempo después me toparía con esta máxima en una novela de Chirbes: “¿Qué otra utilidad, sino la del sufrimiento, tiene la emoción de los recuerdos, si nada de cuanto nos transmiten ha de volver?”. 

Ahora, en cambio, divago en torno a todos esos ancianos que habrán perdido el ritmo del mundo, y que esperan, como Don Donato, mansos y dóciles, que venga a su encuentro la fuerza corrosiva de la desmemoria que a todos alcanza, para no ser más que algún recuerdo lejano y precario en manos de alguien como yo.

Cuando también yo no sea más que un recuerdo lábil, ¿se acordará alguien de Don Donato? ¿Pensará alguien en él con nostalgia? Por lo pronto, él pasea a su perrillo. Nos cruzamos, lo hacen también nuestras miradas. Yo esbozo una sonrisa timorata que no encuentra correspondencia: no me reconoce. Sigo mi camino, procurando llevarme su recuerdo conmigo. Con eso bastará por ahora.

Víctor Núñez Díaz

Éramos unos niños que escuchaban música en su cuarto

Hace un par de semanas tuve la suerte de asistir al espectáculo «Éramos unos niños que escuchaban música en su cuarto” del colectivo Quemar las Naves, compuesto Itziar Manero y Carlos Pulpón, el evento sucedió en el espacio escénico DT (Chueca).

El espectáculo se abre como una noche de concierto en cualquier sala madrileña, dos intérpretes aparecen bajo un foco con sus guitarras eléctricas colgadas del hombro. Itziar Manero y Carlos Pulpón nos guían por su propio infierno de Dante, el fenómeno fan y las tardes encerrados en su habitación escuchando grandes hits nos transportan a los años de la adolescencia, una juventud ácida y llena de cristales rotos que acaban por conformar un imponente caleidoscopio en escena. La madurez y el paso del tiempo es uno de los temas centrales de la obra que aparece siempre como una suerte de ensoñación, la autoficción también tiene su espacio en esta pieza en la que las vidas de grandes músicos se mezclan con la de los intérpretes. 

La música aparece como un tercer personaje en escena, el “ruido” que puedes escuchar cuando se acopla un altavoz y la música que sale de un vinilo ocupan la misma jerarquía, se intuye la influencia de John Cage en esta decisión que configura el espacio sonoro. Además, se reivindica la importancia de la música en la formación de la identidad, en el propio programa de mano leemos: «¿Cuánta vida tuya hay en la cultura pop? ¿Qué conservas de tu cuarto de adolescente? ¿Puede la música hacerte volver a ese cuarto? ¿Por qué los referentes musicales adquieren tanta importancia en el momento vital de la adolescencia? ¿Y después? ¿Qué significa ser fan? ¿Qué buscamos?».

Los intérpretes nos regalan momentos brillantes y especialmente íntimos a medida que el espectáculo avanza. El colectivo Quemar las Naves ha sabido captar la esencia macarra y reivindicativa de la música rock y que, sin ninguna duda, también forma parte de su identidad como artistas. Referentes de la talla de Patti Smith, Bowie, Kurt Cobain o Josetxo Anitua pasean por la puesta en escena diseñada por unas mentes con un claro bagaje performativo. Tanto Itziar como Carlos cuentan con dos prósperas carreras como intérpretes en las que aparecen nombres como el de La Tristura, Esther Ferrer, Grumelot o El Pont Flotant. Esta trayectoria plagada de creadores contemporáneos se hace evidente en su espectáculo.  

Si hay algo por lo que es imprescindible ver este montaje es por el compromiso que ambos creadores muestran durante toda la función, es un gusto asistir a obras en las que la dedicación es total. Como en el rock and roll Carlos e Itziar actúan cada noche hasta las últimas consecuencias y le entregan todo a su público.

El colectivo Quemar las naves aún dará mucho que hablar en los próximos años. No se pierdan “Éramos unos niños que escuchaban música en su cuarto” los días 18 y 19 de febrero a las 19.00h.

Olga Hernández

Hasta la última ausencia: en memoria de Antonio Rodríguez de las Heras

Últimamente esta revista se ha convertido en un lugar de despedidas. Hace unas semanas lamentábamos la pérdida de José María Calleja, y hoy, tristemente, nos toca hacer lo mismo con Antonio Rodríguez de las Heras. Desde esta publicación universitaria, de parte de sus alumnos, le dedicamos esta carta en su memoria. Palabras que hoy no podrán llenar el vacío, ni los surcos de una tierra cansada de decir adiós.

Las ausencias definen tanto como las presencias. Comprender algo por las piezas que lo componen es útil. Es práctico. Pero no nos aporta la visión completa de lo que queremos entender. Lo que falta sirve para definir tanto, o más, que lo que podemos encontrar a simple vista. Antonio enseñaba a pensar sobre este tipo de cuestiones.

En sus clases siempre había una pequeña historia poética que aludía a una explicación mayor, a algo más complejo. Hablaba de cómo los coches eléctricos habían conquistado el silencio o cómo la fusión nuclear era, en cierto modo, una manera de bajar el Sol a la Tierra. Recuerdo que un día empezó hablando de “un vertedero imaginario” en el que debíamos realizar una tarea arqueológica. En aquel lugar se acumulaba toda la basura de la Historia. Y si hacíamos un corte transversal, éramos capaces de identificar ciertos momentos gracias a los objetos que allí encontrábamos.

Trazábamos una línea que marcaba un paso simbólico entre herramientas rotas y nuevas. Un momento en la Historia donde la gente había empezado a tirar objetos de los que no se desharían en épocas anteriores. Cosas que estaban allí pero que no mostraban un deterioro que justificase su abandono. Estábamos, decía, ante un fractura cultural que hablaba de la “enfermedad de lo inanimado”. Una obsolescencia programada que no sólo definía los objetos, sino también nuestra sociedad. Nos define lo que hacemos desaparecer. Nos define la ausencia. Y también lo que mantenemos.

Así era una clase con Antonio. Con una gran narrativa, tiraba de un hilo para deshacer todas las costuras. Y cuando solo quedaban retales inconexos se ponía a tu lado para volver a construir. Partía de lo simple para coser una bandera de conocimiento complejo. Te señalaba pequeños detalles que sostenían el mundo. Pequeños detalles que para él eran importantes. Algo tan simple como llamar a cada alumno por su nombre – no tan habitual en el sistema universitario – o cambiar la orientación de las mesas (“para que todos nos viésemos las caras”) le bastaba para crear un buen ambiente en la clase. Y ahí, te enseñaba a Navegar por la información, conectando diversos puntos del mapa, guiándote en el trayecto del aprendizaje. Antonio fue en su presencia, y seguirá siendo, un gran profesor y una buena persona. Y lo digo con el más profundo de los significados.

En la Lira secreta Ángel Crespo escribió un poema titulado «Puede ser un paisaje», donde habla de la memoria, de la ausencia y el olvido. Volver los ojos hacia dentro, olvido / es tan profundo que hallas una estancia / de la que sentirás que acaba de irse / quien nunca estuvo en ella. Hoy, ante la pérdida de Antonio, vuelvo los ojos hacia dentro, recordando todo lo que aprendí con él. Y le pregunto a Crespo quién puede irse sin haber venido. Desde luego, no Antonio. Porque ningún profundo olvido va a ocupar la estancia que deja, llena de mesas ordenadas en círculo, “para que todos nos veamos las caras”. No habrá ausencia en quienes le conocían. Deja sus palabras, escritas para la memoria. Para recordarle, pero también para empezar a conocerle. Por eso no sentimos que acaba de irse quien siempre estará aquí.

La vida de un profesor no se puede contener entre las paredes de un despacho, de un laboratorio, de una biblioteca…, en un campus, sino que se derrama en sus alumnos. Que como una marea de tiempo, de promociones, se extiende, va empapando la sociedad a la que la universidad, la educación, sirven. Nada más satisfactorio y emocionante que el reencuentro fortuito con antiguos alumnos, reconocerlos, saber de sus vidas y comprobar que lo que resiste más el paso del tiempo es el afecto que se trenzó en el aula y que ahora, lejos de ella, se puede manifestar sin trabas. Hoy un beneficio de las redes sociales, de este mundo en red, es que facilita este encuentro con alumnos, y así poder crear puentes entre los caminos divergentes que nos ha trazado la vida.

Antonio Rodríguez de las Heras, en su investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Extremadura

Felipe Núñez